domingo, 12 de agosto de 2007

Nuestra llegada a Cartagena de Indias


Heme acá en Bogotá, Colombia, con una laptop que aún no quiere pasar a mejor vida, escribiendo acerca de un viaje que tuvo lugar hace más de un mes. Pero lo prometido es deuda y no voy a decepcionar a los ávidos lectores que quieren conocer lugares a través de la maleta electrónica!
Y bueno, que más que estar en Colombia para continuar con un relato acerca de Colombia. Aunque el frío de Bogotá no inspira para escribir acerca de la calurosa Cartagena de Indias…. Aunque de el calor no me quejo… Bueno tal vez recientemente en San Salvador, que donde los 30 grados para arriba de temperatura que ha hecho durante las noches me ha llevado de pasar de “bohemio chic” a “hippie”. No se si sentirme insultado o morirme de la risa, pues es el calificativo que me adjuntaron el fin de semana pasado.

El calor en San Salvador ha llegado a tal extremo que me he revelado a no ponerme zapatos y he sacado sandalias que tenía hasta 4 años de no utilizar. Y el viernes pasado no fue la excepción, que después de una reunión en la casa de mi amigo Carlos (quien estaba celebrando con su hermano su independencia familiar) saliera hacia Mai Thai (uno de mis lugares favoritos en San Salvador) en búsqueda de un aire acondicionado que calmara un poco los calores corporales. Y fue en Mai Thai que me encontré a un amigo y su novia. La novia muy simpática, de unos 23 años de edad, y con quien intercambiamos unas pocas impresiones…. Pero solo le bastó como 5 minutos para que le dijera a su novio, que de dónde conocía a semejante hippie! Aún no se si fue una cuestión generacional o qué, pero de repente me visualizaron como alguien más interesado en como rescatar a las ballenas y no como un Director de Cuentas serio, el cual supuestamente aparento ser con mi traje y corbata.
Pero claro, estaba vestido con jeans, sandalias inspiradas más en Nueva Delhi que en los trópicos latinos, y con una camisa gris arrugada, que no era ni camisa ni camiseta… Sencillamente tiene cuello de camisa y 4 botones, pero luego se convierte en una versión hippie de la típica camisa al estilo Polo. Así que o me estoy convirtiendo en hippie en mis tiempos libres o la barba da la impresión de que no me importa nada en la vida…

Sea cual sea la respuesta, la verdad es que una de las cosas que más disfrute en Cartagena de Indias fue aquellas reglas tan específicas en el vestir: No existen. Es una playa. Nadie se preocupa si andas zapatos, sandalias o chanclas…. Un concepto que realmente para un clima tropical como El Salvador debería aplicar al 100%. Pero claro, en San Salvador la mayoría de la gente piensa todavía que es un crimen salir en sandalias. De hecho, mi amigo Samer, el hondureño, decía que hasta hace un par de años, en Tegucigalpa te veían con muy mala cara que salieras con sandalias, pues la percepción de las personas es que eras de las clases más necesitadas, pues no te alcanzaba el dinero ni para comprar zapatos! No se si esa percepción será cierta o no, pero la verdad es que es mal visto en algunas partes del mundo, a pesar de estar sometidos a calores infernales (peor aún bajo el concepto del Calentamiento Global, que dicen algunos líderes políticos que es algo que no existe).

Dichos cuestionamientos en el vestir no existen en Cartagena de Indias. De hecho, lo que más disfrute fue el hecho de no tener que utilizar zapatos ni calcetines, ni prendas calurosas durante mi estadía y poder ir a la fabulosa vida nocturna cartagenera como en los tiempos de la antigua Roma. Ese concepto de un vestir urbano, pero al mismo tiempo de playa, donde los colores blancos, rosados y naranjas, juntamente con sandalias, camisas sin mangas y pantalones cortos prevalecen, es el concepto que deberían tener algunos lugares en San Salvador, donde en aquellos días de calor la gente parece desfallecer bajo toda la etiqueta rigorosa que en nuestros días se considera como vestimenta aceptable.

Vestimenta que tuvimos que utilizar con Sandra cuando embarcamos nuestro avión a través del fabuloso Puente Aéreo de Avianca en Bogotá (es decir su Terminal de vuelos domésticos, la cual me impresionó mucho pues tenían acceso gratuito Wireless a Internet y conexiones gratis a tomas de electricidad en masa para cargar tu celular, IPOD, computador, Blackberry o cualquiera de los famosos equipos electrónicos portátiles que de todas formas uno tiene que apagar cuando el avión va a despegar), vestimenta más motivada por el frío que por la sociedad bogotana, que de todas formas no nos conoce. Al salir de Bogotá llevábamos ropa casi invernal, en capas, las cuales nos tuvimos que quitar poco a poco, pues al bajarnos del avión en Cartagena, el calor te golpeaba directamente como una advertencia a que se debe ser humilde al recordar aquellos tiempos de la humanidad donde no existían los zapatos.

Con nuestras gruesas prendas en la mano, tomamos un taxi hacia el hotel Cartagena Millenium, (http://www.hotelcartagenamillennium.com/index.htm) en el corazón de Bocagrande, una de las zonas turísticas más importantes de la ciudad. Estabamos a una cuadra de la playa, aunque la playa no es lo que uno se espera para el Caribe colombiano: arena negra y claro atestado de tanta gente que no se podía ni caminar.
Habíamos descubierto el hotel a través de la Revista Conde Nast Traveller, en su edición de febrero y la verdad para ser la temporada alta de Semana Santa, tenía el incomparable precio de US $150.00 la noche, desayuno incluido. Claro que el hotel era más al estilo de South Beach en Miami que lo que una Cartagena colonia del centro histórico nos hubiese podido ofrecer. Eso si, el hotel era sumamente desorganizado, lo cual me dejaba pensando que era una norma de los hoteles colombianos después de nuestra experiencia en el Casa Dan Carlton.

La decoración del hotel era impecable y medio minimalista. El lobby tenía unos cubos otomanos de color blanco con una pared al fondo de un color azul intenso, el cual tenía una fuente de agua que caía desde el techo haciendo que toda la pared llorase, refrescando el ambiente del lugar. La chica de recepción era una brasileira que apenas hablaba el español, y que estaba tan despreocupada de la atención al cliente como uno puede esperar de un destino de playa y a un precio categoría turista.

Y de todas formas no nos podemos quejar, pues la habitación del hotel era relativamente grande, impecablemente decorada al estilo minimalista y tenía el tema de cuadros que prevalecía en todo el hotel, que eran una especia de caricaturas de personificaciones de gente “chic”, muy a la moda, haciendo actividades muy poco productivas y más bien modelando un estilo de vida moderno que las empresas de publicidad están tratando de vendernos desde hace un par de años (que a mi criterio lo único que han hecho es copiar un poco del glamour de antaño y lo tratan de vender como nuevo). La noticia de que teníamos vista hacia el mar se vio empañada cuando nos dimos cuenta que si, efectivamente se veía el mar, pero a través del lote baldío donde aparcaban autobuses durante ciertas horas del día.

La habitación no estaba nada mal. Lo único raro que tenía era el cuarto de baño, pues al parecer era un hotel orientado más a parejas que a amigos, y a la par de la ducha tenía una pared de cubos de cristal, que no solo permitía que entrara la luz a través de las ventanas del cuarto, pero que también permitía que el que se estaba bañando no dejara su cuerpo a la imaginación del que estuviese cómodamente viendo televisión en la habitación principal.
Así que con Sandra, a pesar que tenemos confianza de muchos años, y como guardamos aún algún grado de pudor (y considerando que ambos somos blancos y no queríamos vernos las nalgas “cheles” a través de los cristales) pues decidimos que el que no se estaba bañando se iría en ese momento a la imaginativa piscina (que tenía más la forma de aquellas fuentes a desnivel que tanto se popularizaron en la década de los sesentas), donde bajo techo en el pequeño lobby bar del hotel podíamos ingresar gratuitamente a una conexión wireless a Internet.

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Centro Europa 2006